sábado, 11 de mayo de 2013

Bucear en las Aguas

A veces es sólo cuestión de un momento, sólo cuestión de un segundo, pasar de la tormenta a la calma. Puedes habitar en el bosque inhóspito de aullidos y de repente, encontrarte en el jardín de las hadas. Y eres capaz de llegar sin apenas abrir los ojos, como si tus retinas se  supieran el camino y te llevasen de un salto, sin que tengas que pensar. Y vuelve la calma, el lago de Sanabria, las playas de Formentera. Quedan atrás las casas en ruinas rodeadas de grúas, donde aún puedes contemplar trozos de una vida que se fue, parte de una cocina, los juguetes rotos de los niños. Siempre te paras en mitad de la calle cuando ves una casa derruida, una vida rota. Las ruinas tienen su encanto, pero no podemos quedarnos en ellas, porque te consumen y acabas viendo el mundo del revés, y no se puede ordenar el caos desde las alturas de una grúa.
Mirar las ruinas no es una condena, ni tampoco una culpa. Es algo que se puede domesticar. Hasta se pueden mirar con cariño y nostalgia, porque es verdad que tienen un halo misteriosamente romántico, que nos engancha desde las entrañas cuando tenemos debilidad por la belleza cuando está triste.
La visión va cambiando ya, en el momento en que puedes pronunciar estas palabras, porque el lenguaje aleja, describe, objetiva. Y objetivando recobramos el acierto. Quien nombra, llama. Y es cuando debemos aprovechar la oportunidad que nos brinda nuestro propio entendimiento, el que a veces se cuela por un agujero y hace que podamos vernos a nosotros mismos como desde una isla, aislados, fuera de la influencia ajena, externa y necesaria, cuando nos quedamos a solas y encontramos la clave perdida que llevábamos buscando dentro, y fuera, de nosotros.
Cada uno sabe su trayectoria, cómo ha sido su vida, en qué punto se encuentra, si coincide el ideal que se tiene de uno mismo, con lo que en realidad se es. Si nos ayudamos, o somos nuestros peores jueces. Si no nos equivocamos, o si nos perdonamos cuando lo hacemos, si somos capaces de darnos una nueva oportunidad cada día, y el peso que tiene el pasado en nuestro presente. La prioridad que le damos a las cosas que sabemos en nuestro fuero interno que son lo más importante, o si dejamos que sean otras cosas las que invadan nuestro tiempo. Si estamos ardiendo a un clavo, o por el contrario nos amarramos a una solidez difícil, dura pero necesaria. La solidez de no dejarse arrastrar por la corriente, de conseguir mantener el equilibro aunque la corriente apriete, tener clara y aprendida de una forma artificial, esa forma de mirar, de sacar fuerzas fruto de una fe, de un amor que rodea cada paso, cada movimiento cuando te lo recuerdas cada día al despertar, después de la tormenta en la que no sabes lidiar con las olas, que siempre parece nueva y distinta, y te recreas en ella esperando que se calme, preguntándote por qué no lo hace, por qué los demás no son como esperas, por qué hay tantas cosas que no entiendes. Pero una vez que te adentras en ella, más allá de la superficie donde te quejas, empiezas a colarte bajo las olas, evitando que choquen contigo, junto a los arrecifes coralinos y las estrellas de mar.  Y recuerdas que tú puedes quedarte fuera de la tormenta, coger un paraguas, o bucear en las aguas.
Todos llevamos dentro la belleza y el horror, la fuerza y el miedo, los arrecifes y las ruinas. En cada uno cobran una forma, tienen un nombre. Lo que nos diferencia es nuestra manera de relacionarnos con cada una de esas partes, el control y el despliegue. Y sabemos lo que hemos aprendido, las ventajas que tenemos, y las que aún nos quedan por saber, para ir agudizando nuestra mirada, ir esculpiéndonos cada día, aunque cueste y sea arduo, y adelantar el camino hacia el paraíso artificial.

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